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Erenhar

Erenhar caminaba lentamente bajo el sol del desierto. Sus pies se hundían en la arena caliente dejando una estela de sombras en el suelo dorado. Sus labios estaban resecos tras largos días de camino y se sentía sediento. Pero su sed no era de agua. Anhelaba saber. Las palabras del Anciano resonaban aún en sus oídos: "¿Quieres saber quién eres, de dónde vienes, adónde vas, joven Erenhar? Tus preguntas son ardientes, como tu corazón. ¿De qué e serviría mi respuesta? ¿Crees que la palabra de un hombre podría apagar tu sed? Yo sólo puedo decirte cómo acercarte a la meta, todo lo demás debes descubrirlo por tí mismo".

- ¿Qué debo hacer, Maestro? - preguntó ansiosamente.

- Pregúntale a tu madre, hijo mío. Ella todo lo sabe.

Recordó su angustia al ver cómo el Anciano se alejaba, caminando suavemente sobre la arena. Como si sus pies acariciaran la Tierra. Como si hablaran con ella. Su madre había muerto hacía muchos años. ¿Qué significaba esa respuesta? Erenhar no sabía a quién recurrir. Sólo siguió el llamado del desierto que lo llevaba a internarse en él, día tras día. Noche tras noche. Era un duelo de fuego: "¿Quién arde más, desierto, tú o mi corazón?".

El sol estaba en el poniente cuando divisó el oasis. Corrió hacia la frescura de sus árboles y su sombra protectora, buscando la caricia del agua. El cielo era púrpura cuando Erenhar se echó sobre la hierba y se entregó a la fragancia de las pequeñas flores del desierto. Comió ávidamente los dátiles que le regalaban las palmeras y hundió su cara en el agua cristalina. Una extraña presencia envolvía a Erenhar. Ese oasis le era misteriosamente conocido. Se dejó acariciar por esa abundancia, que era todo lo que él necesitaba. Sus dedos se deslizaron sobre las gruesas hojas, mientras el sabor de los frutos desaparecía lentamente de su boca.

Estaba satisfecho y agradecido. Las sombras caían sobre el desierto y la brisa fresca contrastaba con la arena que aún ardía. "Gracias desierto, pensó, gracias vida por cuidarme y darme todo lo que necesitaba en este momento". Mientras sus manos jugaban con el agua de la poza, percibió que hacía muchos años que no se sentía tan tiernamente protegido. Cubierto de dones. La imagen de su Madre llegó a él desde su memoria. Y pudo reconocer la presencia que aún flotaba en el oasis. "Madre, Madre. Tú estas aquí. ¡Detras de todas estas cosas! Y siempre has estado cerca mío, aunque no te reconociera. Eres la Madre Oasis. La Madre Desierto. La Madre Vida. Madre Tierra. La única y verdadera Madre inmortal".

El impacto de lo que había descubierto llenó sus ojos de lágrimas. Lo invadió una nostalgia desconocida. Era la nostalgia de no haberlo comprendido antes. ¡Cuanto tiempo perdido! Acariciando la arena tibia dejó que el murmullo del agua hablara. Y como le había dicho el maestro, preguntó con el corazón: "Dime quién soy, Madre, dímelo por favor".

El soplo del viento del desierto llevó sus ojos hacia el cielo. Ya se había hecho la noche, y un mar de estrellas brillaban en ella, abrazándolo. Esas estrellas lo cautivaron. Entregó sus ojos a ese infinito que lo envolvía. Y el tiempo dejó de existir.

No había modo de saber cuándo empezó a suceder. Pero ante los ojos de Erenhar, las estrellas que emergían como una cascada incontenible en el cielo comenzaron a reunirse. Podía ver claramente que no estaban separadas, y curiosos dibujos de luz comenzaron a formarse para él en la noche. Podía juntarlas perfectamente, una a una y de a racimos. Y un prodigioso diseño apareció ante él. Pudo ver en el cielo todas las escenas de su vida dibujadas con estrellas, y cuando éstas se aquietaron, pudo ver a un hombre en el cielo, y ese hombre era él.

La noche se había convertido en un gigantezco espejo. Pero Erenhar apartó sus ojos de él. Quiso mirar sus manos, su cuerpo, tocarse. Pero sus manos se habían transformado en estrellas y su cuerpo se había disuelto en galaxias. Y ese mar de luz que era él podía ver perfectamente desde el cielo a ese pequeño humano que lo miraba atónito desde el desierto. Una infinita ternura lo invadió. Amó a esa pequeña forma de carne y huesos. La abrazó en su distancia de estrellas y reconoció su anhelo recordando la pregunta del hombre. Y le habló: "Erenhar, Erenhar, ésto que ves eres tú, y tú eres ésto. Tú y yo somos uno. Carne y estrellas. Este dibujo en el cielo que ahora ves es la respuesta a tus preguntas. Es quien eres. Cada ves que nuestro cuerpo de estrellas se mueva, se moverá nuestro cuerpo de carne, porque somos una sola cosa. Y cuando quieras comprender al hombre de carne, eleva tu mirada al hombre de las estrellas y el dibujo te dirá lo que está sucediendo. Aprende a conocer tu cuerpo de estrellas y te conocerás en la carne. Tú eres aquél que conoce el secreto. Y podrás conocer los cuerpos de estrellas de todos los hombres. Y podrás decirles quiénes son. Y los ayudarás para que se conozcan conociendo el cielo. Para que todos sepan la inmensidad y la belleza que son. Dibujo a dibujo. Movimiento a movimiento. Luz a luz. Contémplate aquí, como las estrellas nos contemplamos en tí".

Su voz de cielo se cortó, embargada por la emoción que sentía al rodear a Erenhar con su luz y su paz de estrellas. Vió los ojos humanos llenos de lágrimas y sintió que su corazón latía furiosamente. Las estrellas sonrieron una vez más y otra vez surgió la voz: "Ve, cuerpo de carne, y muéstrales a todos esta verdad. Guíalos suave y firmemente a su cuerpo de estrellas. Ese es el dibujo que te corresponde".

El sol del amanecer fue ocultando las estrellas y su dibujo lentamente, y lentamente Erenhar vió cómo volvía a tener manos y podía tocarse y estaba otra vez en su carne y su sangre. Se dejó bañar en la aurora dorada hasta que el disco de fuego brilló en lo alto. Luego se puso de pie y con una dulce mirada se despidió del oasis. Nuevamente comenzó su travesía por el desierto ardiente. Pero ahora él estaba en 
paz. Ahora sabía su verdadero nombre: Erenhar, corazón de estrellas.